En una pequeña ciudad escondida entre las montañas, existía una antigua tienda llamada "El Rincón de los Velos". No había letreros ni anuncios luminosos, solo una vieja campanilla de bronce en la puerta que tintineaba de forma melodiosa cada vez que alguien entraba. La tienda olía a incienso de mirra y hierbas secas colgaban del techo como si fueran racimos de uvas mágicas.
Allí trabajaba Aleia, una mujer de ojos violetas y cabello negro que caía como una cascada de noche estrellada. Su presencia era tranquila pero imponente, como si cada paso que daba marcara un ritmo secreto en el aire. Su voz tenía la textura de una melodía antigua, de esas que sientes haber escuchado en sueños.
Pero Aleia no era solo una simple lectora de tarot. Se decía que, al tirar las cartas, su baraja brillaba ligeramente con un resplandor ámbar. Nadie sabía si era el reflejo de las velas o algo más... algo más profundo. “Las cartas no solo predicen, también recuerdan”, solía decir con una sonrisa enigmática.
Una tarde lluviosa, llegó a la tienda un hombre llamado Einar. Era un viajero de apariencia cansada, con botas llenas de barro y una bufanda que cubría parte de su rostro. Miró a Aleia con ojos llenos de incertidumbre y le pidió una lectura.
—No busco respuestas, busco memoria—dijo mientras se quitaba la bufanda, revelando una cicatriz en forma de media luna en su mejilla.
Aleia ladeó la cabeza con curiosidad.
—La memoria es caprichosa—respondió mientras barajaba las cartas con movimientos fluidos—. ¿Qué es lo que olvidaste, Einar?
—Un nombre—contestó él, mirando fijamente el mazo—. Solo necesito recordar un nombre.
Aleia cerró los ojos por un instante y, al abrirlos, había un brillo distinto en su mirada. Colocó tres cartas sobre la mesa de madera desgastada.
La primera carta era "El Colgado". Einar sintió una punzada en el pecho, como si algo tirara de sus recuerdos hacia abajo.
—Estás suspendido entre dos mundos—dijo Aleia—. La espera no es olvido, es transformación.
La segunda carta fue "La Estrella". El resplandor ámbar de la baraja se intensificó por un instante, y el sonido de la lluvia afuera se sintió lejano, como si estuviera ocurriendo en otro plano.
—Tu esperanza nunca se ha perdido—continuó Aleia—. La luz que buscas no está afuera, está dentro de ti. La memoria no se ha ido, solo está velada.
La tercera carta fue "El Seis de Copas". La imagen mostraba a dos niños compartiendo flores bajo la luz dorada del crepúsculo. Einar sintió el golpe de un recuerdo olvidado: una risa dulce, el aroma a lavanda y la imagen de una pequeña niña con una flor de girasol tras la oreja.
—Iria—dijo en un susurro tembloroso, como si el viento le trajera el eco de ese nombre.
Aleia sonrió con suavidad, recogiendo las cartas con delicadeza.
—Las cartas recuerdan—dijo—. Siempre han estado aquí para eso.
Einar se quedó en silencio, sus ojos humedecidos. Recordar un nombre era recordar una parte de sí mismo que había creído perdida. Antes de irse, se inclinó levemente hacia Aleia, en una especie de reverencia silenciosa. Ella solo respondió con un gesto de la mano, como si ahuyentara una pluma flotando en el aire.
La campanilla de bronce tintineó una vez más cuando Einar cruzó la puerta. Afuera, la lluvia había cesado, y un arcoíris pálido cruzaba el cielo. Aleia observó por la ventana y, con una sonrisa mínima, susurró:
—Recordar un nombre es como encender una vela en la penumbra.
Dicho esto, sopló la llama de una de las velas de la tienda. El humo se alzó formando espirales grises, y por un instante, algunos jurarían que podían ver la figura de una niña corriendo entre las volutas de humo, con un girasol en la oreja y una risa que quedó atrapada en el aire.